Adrián era un paciente epiléptico, en realidad era su
neurólogo el que pensaba que Adrián era un paciente epiléptico. Y quizá lo
fuera, quién sabe. Pero Adrián no lo tenía tan claro, su médico de familia,
tampoco. Con todo, él se tomaba la medicación prescrita para evitar esos
temblores que le hacían perder el juicio. Irregularmente, eso sí. Más
regularmente consumía productos que sabía de sobra le sacudían el cuerpo y el
pensamiento: “me cuesta dejarlo, doctora”.
La verdad es que Adrián
convulsionaba, vaya si lo hacía, como que todos los médicos del centro de salud
habían tenido que acudir alguna vez a su domicilio para atenderlo en sus
crisis. “¿Qué crisis?”, pensó la doctora cuando lo vio entrar desaliñado y
avergonzado a la consulta de su nuevo cupo: “Doctora, perdone que venga sin
cita, pero es que se me acabaron las pastillas y yo sin ellas no puedo dormir,
y si no duermo, luego no me puedo levantar por la mañana para trabajar y…
también necesito un justificante porque hoy no fui”.
No fue difícil conectar con él,
estaba necesitado de que alguien aceptara sus preguntas sin pretender taponarlas
con respuestas, sus reservas abiertas, sus dudas obsesivas, sus angustias, sus
crisis... Su vivir sin palabras. La doctora solo le señaló que no podía vivir
sin trabajar, y que no podría descansar por la noche si no se cansaba
trabajando por el día, que nadie podía hacerlo, que el que vive sin trabajar se
muere, aunque no lo parezca, más que vivir lo único que se consigue es
deambular: “Y tú, Adrián, ¿qué quieres hacer?”
La nueva doctora pronto conoció a la
familia de Adrián, los atendía a todos en su cupo. La madre es muda, por eso
Adrián tuvo que aprender a hablar por su cuenta, a él la lengua materna se la
enseñaron en la calle, con el lenguaje de la calle, con los símbolos de la
calle. Así se estructuró su pensamiento adictivo: drogas para obturar la
angustia de pensar. Nadie le dijo que pensar no tenía por qué ser doloroso, y
que a la angustia hay que hacerla hablar, no acallarla. Nadie le dijo que para
vivir es imprescindible trabajar, él solo había logrado hacerse despedir. Su
padre, en paro permanente desde antes de la crisis, no podía explicárselo.
Tampoco podía hablarle de adicciones sin entrar en las suyas. Nadie le dijo
cómo hacer para vivir, ¡quién lo sabe!
Unas semanas después acudió a la
consulta con su cita convenientemente concertada, quería hablar de sus sueños,
o de sus ensueños porque no dormía bien. Cuando estaba a punto de marcharse, ya
en la puerta, se giró y le comentó a la doctora, como en un alarde de
atrevimiento: “nunca sabrá el bien que me hizo lo que me dijo el otro día, no
lo sabe usted”, y abandonó la consulta con los ojos aguados.
En los últimos dos años ha habido más
consultas, con y sin cita, casi siempre culpabilizándose de las cosas que cree
no hacer bien, esperando los reproches de su doctora, aunque sabe de sobra que
nunca se los escuchará y que por ahí no encontrará el castigo que busca para
aliviarse la culpa. Pero Adrián no ha vuelto a convulsionar y, si bien es
cierto que no acude a la consulta con regularidad, ha reducido la medicación a
una única benzodiacepina nocturna para dormir, además del anticomicial
prescrito por el neurólogo.
Ahora ha pedido que lo vean de nuevo
en Neurología, quiere que le retiren la medicación para que le certifiquen que
se ha curado, pero quizá debiera empezar por certificarse a sí mismo la
capacitación para asumir sus responsabilidades.