Pareciera que tradicionalmente
hablar de manera explícita de dinero en lo concerniente a la salud resultara
inoportuno -Doctor, haga lo que tenga que
hacer cueste lo que cueste, como si tengo que venderlo todo. Por la salud, lo
que haga falta-, o nos resultara a los médicos un asunto algo incómodo.
Aunque en lo implícito, como es razonable, todos trabajamos por dinero, y así
ha de ser: tiempo por dinero especifican los contratos laborales que
concertamos y que nos permiten vivir de nuestro trabajo. Entonces, ¿por qué ese
trasfondo de improcedencia su inclusión en la relación médico-paciente? El
dinero envuelve todo el entramado social tal y como lo conocemos actualmente,
no hay nada que no toque. También el ejercicio de la vocación médica, sin
menoscabo altruista, con lo que no es incompatible.
En la medicina
privada no suele ser el médico el que cobra directamente los honorarios
pactados, sino el personal auxiliar, como si ensuciara las manos. No es así, no
mancha. Ganar dinero con nuestro trabajo es de lo más legítimo a lo que nos
podemos dedicar, ojalá todos se dedicaran a ello, la sociedad sería más justa.
En la medicina pública no se juega directamente el dinero en el acto médico, lo
que nos libera de esta para muchos embarazosa situación. Pero cobramos, ¿no? Si
no, ¿qué haríamos viendo pacientes? Trabajando no, eso sería otra cosa.
En estos momentos
de crisis económica, institucional y social se plantea una reflexión que quizá
no debería ser nueva. Desde el establecimiento del sistema público de salud
español, tan bien valorado dentro y fuera de nuestras fronteras y que tanto
esfuerzo nos ha costado construir, se ha ido difundiendo la idea de que la
asistencia sanitaria es gratuita, aunque sepamos de sobra que se financia con
los impuestos que pagamos entre todos. En la expansión de esta idea de
gratuidad universal hemos participado por igual pacientes, profesionales y
políticos -por aquello de que lo políticamente correcto es rentable-. Pero
ahora creo que ha llegado el momento de considerar en la práctica el conocido
aforismo de que aunque la salud no tiene precio, la sanidad cuesta, e
implicarnos todos los ciudadanos -todos somos o seremos pacientes antes o
después- muy seriamente en trabajar para conservar un sistema amenazado.
¿Puede
considerarse políticamente incorrecto incluir en el discurso sanitario el
dinero que cuesta a la sociedad la asistencia sanitaria pública? ¿Sería lícito
estimar al dinero como una pieza más en la relación médico-paciente? ¿Hasta qué
punto pueden pensarse las decisiones de los pacientes como personales y libres en
cuanto a no seguir las recomendaciones médicas si esto repercute en su gasto
sanitario futuro? ¿Es del ámbito estrictamente privado una elección que
ocasiona un consumo de recursos públicos?
Quizá este cambio
de enfoque debe empezar por los políticos, haciendo un discurso menos
demagógico e interesado y dirigido a ciudadanos inteligentes y comprometidos,
porque los que ahora no lo sean, aprenderán a hacerlo, seguido por los
profesionales racionalizando los recursos y por los pacientes, que solo
necesitan una buena y adecuada información para responsabilizarse de su salud,
porque de su sanidad tenemos que responsabilizarnos nosotros.