jueves, 28 de junio de 2012

De la responsabilidad en lo políticamente incorrecto: El dinero en la salud


Pareciera que tradicionalmente hablar de manera explícita de dinero en lo concerniente a la salud resultara inoportuno -Doctor, haga lo que tenga que hacer cueste lo que cueste, como si tengo que venderlo todo. Por la salud, lo que haga falta-, o nos resultara a los médicos un asunto algo incómodo. Aunque en lo implícito, como es razonable, todos trabajamos por dinero, y así ha de ser: tiempo por dinero especifican los contratos laborales que concertamos y que nos permiten vivir de nuestro trabajo. Entonces, ¿por qué ese trasfondo de improcedencia su inclusión en la relación médico-paciente? El dinero envuelve todo el entramado social tal y como lo conocemos actualmente, no hay nada que no toque. También el ejercicio de la vocación médica, sin menoscabo altruista, con lo que no es incompatible.
En la medicina privada no suele ser el médico el que cobra directamente los honorarios pactados, sino el personal auxiliar, como si ensuciara las manos. No es así, no mancha. Ganar dinero con nuestro trabajo es de lo más legítimo a lo que nos podemos dedicar, ojalá todos se dedicaran a ello, la sociedad sería más justa. En la medicina pública no se juega directamente el dinero en el acto médico, lo que nos libera de esta para muchos embarazosa situación. Pero cobramos, ¿no? Si no, ¿qué haríamos viendo pacientes? Trabajando no, eso sería otra cosa.
En estos momentos de crisis económica, institucional y social se plantea una reflexión que quizá no debería ser nueva. Desde el establecimiento del sistema público de salud español, tan bien valorado dentro y fuera de nuestras fronteras y que tanto esfuerzo nos ha costado construir, se ha ido difundiendo la idea de que la asistencia sanitaria es gratuita, aunque sepamos de sobra que se financia con los impuestos que pagamos entre todos. En la expansión de esta idea de gratuidad universal hemos participado por igual pacientes, profesionales y políticos -por aquello de que lo políticamente correcto es rentable-. Pero ahora creo que ha llegado el momento de considerar en la práctica el conocido aforismo de que aunque la salud no tiene precio, la sanidad cuesta, e implicarnos todos los ciudadanos -todos somos o seremos pacientes antes o después- muy seriamente en trabajar para conservar un sistema amenazado.
¿Puede considerarse políticamente incorrecto incluir en el discurso sanitario el dinero que cuesta a la sociedad la asistencia sanitaria pública? ¿Sería lícito estimar al dinero como una pieza más en la relación médico-paciente? ¿Hasta qué punto pueden pensarse las decisiones de los pacientes como personales y libres en cuanto a no seguir las recomendaciones médicas si esto repercute en su gasto sanitario futuro? ¿Es del ámbito estrictamente privado una elección que ocasiona un consumo de recursos públicos?
Quizá este cambio de enfoque debe empezar por los políticos, haciendo un discurso menos demagógico e interesado y dirigido a ciudadanos inteligentes y comprometidos, porque los que ahora no lo sean, aprenderán a hacerlo, seguido por los profesionales racionalizando los recursos y por los pacientes, que solo necesitan una buena y adecuada información para responsabilizarse de su salud, porque de su sanidad tenemos que responsabilizarnos nosotros.

martes, 5 de junio de 2012

De vértigos


Me preguntaba si un niño de ocho años podría marearse miméticamente como su madre y si es así, ¿lo habría heredado o sería una cuestión de contagio doméstico? O también podría tratarse de un mareo distinto, digamos que de nueva creación. Yo creo que los niños de ocho años no se marean, no saben hacerlo, además, si lo hicieran, no podrían definirlo como tal, por lo menos no en el mismo sentido en que lo describen sus madres, es una cuestión de falta de vivencias: a marearse se aprende, hace falta tiempo, dedicación y un maestro que lo sepa trasmitir, así funciona el conocimiento.
Me llamó la atención la sorpresa de la madre al comentarme que esa mañana su hijo se había quejado de mareo cuando lo despertó para ir al colegio: Es curioso, me dijo que estaba mareado, aunque no fue capaz de concretarme nada más. Sabía que venía al médico a consultarle lo mío. Piensa que se le pegó, le señalé. Pareció más sorprendida aún de que yo le devolviera sus propias sospechas. A mí no me extrañó que utilizara lo mío para referirse a lo que de ningún modo estaba dispuesta a renunciar, lo que su hijo aparentemente empezaba a querer imitar, o quizá heredar. ¿Le preocuparía tal vez pensar que debía morirse para que se ejecutara la herencia? ¿O que en la ley de la vida está escrito que otros disfrutarán de nuestros logros cuando ya no andemos por aquí, que otros sobrevivirán nuestra mortalidad? Para ella su mareo era su mayor logro, había dedicado la vida a perfeccionarlo.
Lo que producimos al mundo, una vez lo volcamos en cualquier forma de creación, ya no nos pertenece, se vuelve patrimonio colectivo, escapa a nuestro control. Un golpe muy duro al narcisismo del hombre. Por eso tenemos todos responsabilidad en elegir lo que queremos legar, hay que ser muy cuidadoso, y un mareo no parece muy buena elección, al menos por escasamente creativo, en asunto de mareos pienso que ya está todo inventado. También a ser generoso se aprende y a ser capaz de soportar nuestra obra en los demás, nuestras palabras y nuestros sueños en los otros, el deseo de los otros. Todo un reto a la envidia humana, tan primitiva como estructural, pero que se puede redireccionar, por utilizar lenguaje de este siglo.
Por eso me atrevería a sugerir una modificación de matiz: mareo por vértigo. Sí, vértigo, la sensación de inestabilidad que acompaña al deseo abierto, en curso, el anticipo del goce fantaseado. El vértigo de la inestabilidad del suelo bajo los pies, la crisis del cambio vital inherente a la postproducción: no se es el mismo antes que después, y así debe ser, así avanza la humanidad, no boicoteemos mediocremente el progreso, nadie tiene derecho a hacerlo.
Otra cosa es que seamos capaces de disfrutar nuestros triunfos, pero a esto también se aprende.