sábado, 28 de mayo de 2011

Mudo

Su madre no lo enseñó a hablar, no pudo hacerlo porque la sordera le impidió aprender a ella y el que no puede oír, no puede hablar, así como el que no sabe escuchar, tampoco sabe decir, aunque hable.

El padre no ejerció de padre ni de madre y ahora se ha acomodado de hijo, viviendo a su costa porque no es capaz de asumir lo que le cuestan sus adicciones.

            Por eso Jota no sabe hablar, porque no tiene lengua materna, porque no tuvo a quién imitar, palabras que repetir hasta hacerlas suyas. Jota no es sordo, de hecho está ávido por escuchar las palabras que le faltan a sus pensamientos para elaborarlos, pero está casi mudo de angustia.

Sin palabras, tampoco sabe pensar, y como no sabe, piensa con el cuerpo, dolorosamente. Un puro síntoma hablando por él, dejándole mella somática, haciéndole daño en los órganos y en el alma. La angustia lo retiene en la cama paralizado hasta hacerlo llegar tarde al trabajo, boicoteándose para perderlo sabedor de que es el único sustento en la casa. Buscando dejar de serlo, muy joven para tanta carga. Pero luego lo invade la culpa, la náusea, el mareo, el vértigo de lo ingobernable. A veces la crisis es tan intensa que su cerebro se cortocircuita y el cuerpo le convulsiona. A veces abandona la medicación para soltar tanta contradicción reprimida, tanta energía descontrolada en forma de chispas epilépticas. Otras veces incluso las convoca consumiendo sustancias favorecedoras de la catarsis. Y luego vuelta a empezar: represión, angustia, culpa, síntoma, clímax.

Solo hay una manera de detener esta espiral perversa: hablar, añadirle palabras a su subjetividad necesariamente incompleta, individualizarse para liberar la carga ancestral que no es culpa suya. Y también responsabilizarse de lo que le pasa, implicarse en lo que sí es en exclusiva asunto suyo: buscarse la vida.

Lo he invitado a articular palabras, a abandonar el lenguaje de los signos, a pensar con la mente y a vivir con el cuerpo, cada instancia ejerciendo la función para la que ha sido diseñada. Jota ha aceptado el lance. Ahora toca escuchar.

sábado, 14 de mayo de 2011

¿Hablamos?

El poder ensalmador de las palabras se conoce desde que el lenguaje nos separó de los animales. Palabras curanderas de ida y vuelta, para decir y escuchar. No hablar por hablar, sino para articular lo que nos construye, lo que nos elabora, lo que nos humaniza. Palabras brujas, misteriosas.
Entonces, ¿por qué la Medicina basada en la evidencia las descarta de sus guías clínicas? Pues por eso, por brujas. Será por esto que la ciencia no las aprecia y hasta el sistema nos hace elegir: ¿ciencias o letras?, como si fueran mutuamente excluyentes, como si se cometiera adulterio por querer a ambas.
Parece prohibido en las consultas médicas nombrar los padeceres para poner a hablar la enfermedad, solo signos y síntomas exentos de lo subjetivo. ¿Pero cómo pretender curar solo con medicamentos o con cirugía? Pensar que puede curarse el cuerpo sin curar el alma es un remedio paliativo transitorio, el síntoma reaparecerá o se expresará en otro órgano, en otro padecer.
            Según palabras de Marañón, ¿Cuál es el instrumento que más ha contribuido al avance de la Medicina? La silla para sentarse y escuchar al enfermo. Se me ocurre que nuestro hipertecnificado sistema sanitario adolece de lo más elemental: fracasa en la relación médico-paciente, falla en lo que le da su razón de ser, en lo humano. La más sofisticada de las intervenciones quirúrgicas no podrá considerarse exitosa si con el alta hospitalaria se descuidan las condiciones personales, familiares o sociales del paciente; si no se tiene en cuenta si ha entendido y puede cumplir las recomendaciones terapéuticas prescritas; si se atiende más a cuestiones burocrático-administrativas que, aunque necesarias para la gestión sanitaria, deben estar siempre subordinadas a los motivos clínicos y no a la inversa funcionando perversamente; si el médico está más pendiente de sus conflictos personales o laborales que de ejercer profesionalmente su función.
            Pero los médicos, paradójicamente, no recibimos formación humanística en las universidades, o esta se enfoca como un asunto menor en asignaturas de libre elección entre las megalíticas médicas y quirúrgicas. No se enseña el poder sanador de las palabras, las virtudes curativas de la relación terapéutica. Por eso da miedo dejar hablar, por temor a no saber qué hacer con lo escuchado, y también a descubrir alguna sombra disimulada. Tampoco se muestra la auténtica crudeza de la realidad y el dolor humanos con los que habrá que trabajar y para los que se exige una exhaustiva preparación en conocimientos y habilidades, pero no la adecuada salud mental que permita abordarlos sin necesidad de enfermar. El mejor médico no es el que conoce las enfermedades porque las padece, sino porque las estudia.
            Administrar, prescribir palabras, eso es lo que propongo. Dejar hablar, escuchar y después intervenir, devolverlas hilvanadas para que el paciente las cosa según el patrón que desee, no según el algoritmo del médico que no tiene validez universal.
            Hablemos.