miércoles, 1 de mayo de 2013

Angustias mudas

Texto publicado en Doctutor en abril de 2013:

Adrián era un paciente epiléptico, en realidad era su neurólogo el que pensaba que Adrián era un paciente epiléptico. Y quizá lo fuera, quién sabe. Pero Adrián no lo tenía tan claro, su médico de familia, tampoco. Con todo, él se tomaba la medicación prescrita para evitar esos temblores que le hacían perder el juicio. Irregularmente, eso sí. Más regularmente consumía productos que sabía de sobra le sacudían el cuerpo y el pensamiento: “me cuesta dejarlo, doctora”.
La verdad es que Adrián convulsionaba, vaya si lo hacía, como que todos los médicos del centro de salud habían tenido que acudir alguna vez a su domicilio para atenderlo en sus crisis. “¿Qué crisis?”, pensó la doctora cuando lo vio entrar desaliñado y avergonzado a la consulta de su nuevo cupo: “Doctora, perdone que venga sin cita, pero es que se me acabaron las pastillas y yo sin ellas no puedo dormir, y si no duermo, luego no me puedo levantar por la mañana para trabajar y… también necesito un justificante porque hoy no fui”.
No fue difícil conectar con él, estaba necesitado de que alguien aceptara sus preguntas sin pretender taponarlas con respuestas, sus reservas abiertas, sus dudas obsesivas, sus angustias, sus crisis... Su vivir sin palabras. La doctora solo le señaló que no podía vivir sin trabajar, y que no podría descansar por la noche si no se cansaba trabajando por el día, que nadie podía hacerlo, que el que vive sin trabajar se muere, aunque no lo parezca, más que vivir lo único que se consigue es deambular: “Y tú, Adrián, ¿qué quieres hacer?”
La nueva doctora pronto conoció a la familia de Adrián, los atendía a todos en su cupo. La madre es muda, por eso Adrián tuvo que aprender a hablar por su cuenta, a él la lengua materna se la enseñaron en la calle, con el lenguaje de la calle, con los símbolos de la calle. Así se estructuró su pensamiento adictivo: drogas para obturar la angustia de pensar. Nadie le dijo que pensar no tenía por qué ser doloroso, y que a la angustia hay que hacerla hablar, no acallarla. Nadie le dijo que para vivir es imprescindible trabajar, él solo había logrado hacerse despedir. Su padre, en paro permanente desde antes de la crisis, no podía explicárselo. Tampoco podía hablarle de adicciones sin entrar en las suyas. Nadie le dijo cómo hacer para vivir, ¡quién lo sabe!
Unas semanas después acudió a la consulta con su cita convenientemente concertada, quería hablar de sus sueños, o de sus ensueños porque no dormía bien. Cuando estaba a punto de marcharse, ya en la puerta, se giró y le comentó a la doctora, como en un alarde de atrevimiento: “nunca sabrá el bien que me hizo lo que me dijo el otro día, no lo sabe usted”, y abandonó la consulta con los ojos aguados.
En los últimos dos años ha habido más consultas, con y sin cita, casi siempre culpabilizándose de las cosas que cree no hacer bien, esperando los reproches de su doctora, aunque sabe de sobra que nunca se los escuchará y que por ahí no encontrará el castigo que busca para aliviarse la culpa. Pero Adrián no ha vuelto a convulsionar y, si bien es cierto que no acude a la consulta con regularidad, ha reducido la medicación a una única benzodiacepina nocturna para dormir, además del anticomicial prescrito por el neurólogo.
Ahora ha pedido que lo vean de nuevo en Neurología, quiere que le retiren la medicación para que le certifiquen que se ha curado, pero quizá debiera empezar por certificarse a sí mismo la capacitación para asumir sus responsabilidades.

jueves, 31 de enero de 2013

Cándido


Texto publicado en Acta Médica en junio de 2013:

A Cándido lo parieron con pocas luces, su madre hizo lo que pudo. Es difícil alumbrar bien a trece hijos y más en tiempos de auténticos y permanentes recortes. Y con recortes se fue él tejiendo el pensamiento: una puntada aquí, una zurcida allá, una remendada más allá. También hizo lo que pudo, lo poco que pudo, la verdad. Pero para manejarse por el pueblo iba bastante apañado. Le costaron las primeras palabras y no pasó de aprenderse las segundas, luego las cosió entre ellas, su mundo no necesitaba mucho más.
Su madre lo estuvo criando toda la vida, encantada de que por lo menos este no le terminara de crecer, hasta que se confirmaron sus temores y murió antes que él. El padre había fallecido primero, menos mal, la crianza era cosa de mujeres. Su hermana mayor tomó el relevo porque la autonomía de Cándido era de corto alcance.
Pronto encontró una ocupación que le llenaría el cuerpo de alegrías, de alegrías y gramos de alcohol: fabricar su propio vino, aprendió fácilmente de sus expertos vecinos. Pero sus limitadas neuronas se intoxicaban rápidamente y su carácter de natural tranquilo se transmutaba en agresividad incontenible bajo los efluvios enólicos. Difícil de reconducir, imposible de reelaborar.
Su nuevo médico lo intentó cuando trató de hacerle recomendaciones saludables al valorar en sus análisis el franco deterioro de la función de su hígado. Cándido no atendió a razones, él no entendía de razones: se levantó bruscamente dando un puñetazo en la mesa, gritando sin saber combinar sus escasas segundas palabras, amontonadas en un pensamiento lineal acelerado por la adrenalina del que se enfada porque no entiende, porque se asusta, porque no tiene palabras, como todos los que se enfadan. Los enfados siempre son sin palabras. Abandonó airado la consulta dejando a su hermana avergonzada sin poder disculparlo. El médico lo disculpó por ella.
Unas semanas más tarde, Cándido volvió a la consulta, perfectamente vestido y aseado, con cita concertada y sin su hermana, porque a lo que iba ara algo personal: "Doctor, vengo a disculparme por lo del otro día, no pasará más. Haré lo que usted me dice, si me deja seguir viniendo", le pareció entender al médico adivinando entre palabras mal pronunciadas. "Pues claro que puede seguir viniendo, Cándido", y estrechó la mano extendida del paciente. Dejaron concertada la siguiente visita.
Cándido ha seguido acudiendo puntualmente a sus citas programadas, con aspecto impecable, contento, sabedor de sus progresos, encantado de ir a contarlos.
­–Cándido, los últimos análisis han mejorado mucho, se nota que se está esforzando y bebe menos vino.
–Sí, doctor, ya solo me tomo un vaso de vino con la comida, pequeño, como usted me dijo, y del que hago yo mismo, que ya sabe que no le pongo alcohol, y la cerveza me la bebo toda sin.
–Estupendo, ya ve que podía hacerlo, así su hígado le funcionará mucho mejor. Pero recuerde lo que le dije, que aunque usted no le ponga alcohol a su vino, él lo hace solo.
Cándido le contestó que sí, aunque sabía que su vino no era de esos que fabrican alcohol por cuenta propia.
Quedaron para la próxima vez.

martes, 4 de diciembre de 2012

Ambigüedades


¿Julio era hombre o era mujer? Ni él mismo lo sabía, como todos... Sí, como todos, he dicho bien, ¿acaso alguien podría asegurar que es todo un hombre o toda una mujer? El que lo haga será el menos seguro, el más temeroso de caer en la tentación que siempre acecha del otro lado. Julio sí que tenía claro que su tentación venía de su mismo lado, aunque cultivaba la ambigüedad por costumbre: se vestía de varón pero se peinaba y maquillaba de mujer, así resultaba difícil dirigirse a él en masculino con aquel aspecto tan femenino. Estaba formalmente casado con otro hombre administrativo y se movía entre homosexuales, la mayoría igual de confusos que él, igual de confusos que los otros, los del otro lado, igual de temerosos del contagio de váyase a saber qué.
Pero ese vivir dudando lo desquiciaba, no podía con la angustia vital que lo desbordaba –como si pudiera ser de otra manera…–, necesitaba atarse a alguna certeza, necesitaba respuestas a preguntas que todavía no se había formulado. Por eso pensó que lo mejor era consultar al médico, y como creía que su problema era con el cuerpo, pidió asesoramiento al médico del cuerpo.
El médico del cuerpo le propuso cirugía –como tampoco podía ser de otra manera–, cortar por lo sano, a grandes males grandes remedios, dime lo que quieres que te quite o te ponga y este problema te lo arreglo yo en un momento.
A Julio aquello tampoco lo reconfortó, no podía ser que lo que llevaba tantos años tratando de elaborar sin conseguirlo fuera tan sencillo de solucionar, quizá el asunto tuviera otros matices. Empezó a pensar que quizá se tratara de un asunto del alma.
El sanador de almas al que consultó lo desconcertó al principio, no le dio consejos, no le recomendó pautas, no le prometió que lo curaría, no hizo nada de lo que él esperaba que hiciera, sólo lo dejó hablar. Por eso decidió continuar visitándolo, porque no le cerraba respuestas, sino que lo enseñaba a hacerse preguntas. Ya se verá para qué respuestas.

jueves, 28 de junio de 2012

De la responsabilidad en lo políticamente incorrecto: El dinero en la salud


Pareciera que tradicionalmente hablar de manera explícita de dinero en lo concerniente a la salud resultara inoportuno -Doctor, haga lo que tenga que hacer cueste lo que cueste, como si tengo que venderlo todo. Por la salud, lo que haga falta-, o nos resultara a los médicos un asunto algo incómodo. Aunque en lo implícito, como es razonable, todos trabajamos por dinero, y así ha de ser: tiempo por dinero especifican los contratos laborales que concertamos y que nos permiten vivir de nuestro trabajo. Entonces, ¿por qué ese trasfondo de improcedencia su inclusión en la relación médico-paciente? El dinero envuelve todo el entramado social tal y como lo conocemos actualmente, no hay nada que no toque. También el ejercicio de la vocación médica, sin menoscabo altruista, con lo que no es incompatible.
En la medicina privada no suele ser el médico el que cobra directamente los honorarios pactados, sino el personal auxiliar, como si ensuciara las manos. No es así, no mancha. Ganar dinero con nuestro trabajo es de lo más legítimo a lo que nos podemos dedicar, ojalá todos se dedicaran a ello, la sociedad sería más justa. En la medicina pública no se juega directamente el dinero en el acto médico, lo que nos libera de esta para muchos embarazosa situación. Pero cobramos, ¿no? Si no, ¿qué haríamos viendo pacientes? Trabajando no, eso sería otra cosa.
En estos momentos de crisis económica, institucional y social se plantea una reflexión que quizá no debería ser nueva. Desde el establecimiento del sistema público de salud español, tan bien valorado dentro y fuera de nuestras fronteras y que tanto esfuerzo nos ha costado construir, se ha ido difundiendo la idea de que la asistencia sanitaria es gratuita, aunque sepamos de sobra que se financia con los impuestos que pagamos entre todos. En la expansión de esta idea de gratuidad universal hemos participado por igual pacientes, profesionales y políticos -por aquello de que lo políticamente correcto es rentable-. Pero ahora creo que ha llegado el momento de considerar en la práctica el conocido aforismo de que aunque la salud no tiene precio, la sanidad cuesta, e implicarnos todos los ciudadanos -todos somos o seremos pacientes antes o después- muy seriamente en trabajar para conservar un sistema amenazado.
¿Puede considerarse políticamente incorrecto incluir en el discurso sanitario el dinero que cuesta a la sociedad la asistencia sanitaria pública? ¿Sería lícito estimar al dinero como una pieza más en la relación médico-paciente? ¿Hasta qué punto pueden pensarse las decisiones de los pacientes como personales y libres en cuanto a no seguir las recomendaciones médicas si esto repercute en su gasto sanitario futuro? ¿Es del ámbito estrictamente privado una elección que ocasiona un consumo de recursos públicos?
Quizá este cambio de enfoque debe empezar por los políticos, haciendo un discurso menos demagógico e interesado y dirigido a ciudadanos inteligentes y comprometidos, porque los que ahora no lo sean, aprenderán a hacerlo, seguido por los profesionales racionalizando los recursos y por los pacientes, que solo necesitan una buena y adecuada información para responsabilizarse de su salud, porque de su sanidad tenemos que responsabilizarnos nosotros.

martes, 5 de junio de 2012

De vértigos


Me preguntaba si un niño de ocho años podría marearse miméticamente como su madre y si es así, ¿lo habría heredado o sería una cuestión de contagio doméstico? O también podría tratarse de un mareo distinto, digamos que de nueva creación. Yo creo que los niños de ocho años no se marean, no saben hacerlo, además, si lo hicieran, no podrían definirlo como tal, por lo menos no en el mismo sentido en que lo describen sus madres, es una cuestión de falta de vivencias: a marearse se aprende, hace falta tiempo, dedicación y un maestro que lo sepa trasmitir, así funciona el conocimiento.
Me llamó la atención la sorpresa de la madre al comentarme que esa mañana su hijo se había quejado de mareo cuando lo despertó para ir al colegio: Es curioso, me dijo que estaba mareado, aunque no fue capaz de concretarme nada más. Sabía que venía al médico a consultarle lo mío. Piensa que se le pegó, le señalé. Pareció más sorprendida aún de que yo le devolviera sus propias sospechas. A mí no me extrañó que utilizara lo mío para referirse a lo que de ningún modo estaba dispuesta a renunciar, lo que su hijo aparentemente empezaba a querer imitar, o quizá heredar. ¿Le preocuparía tal vez pensar que debía morirse para que se ejecutara la herencia? ¿O que en la ley de la vida está escrito que otros disfrutarán de nuestros logros cuando ya no andemos por aquí, que otros sobrevivirán nuestra mortalidad? Para ella su mareo era su mayor logro, había dedicado la vida a perfeccionarlo.
Lo que producimos al mundo, una vez lo volcamos en cualquier forma de creación, ya no nos pertenece, se vuelve patrimonio colectivo, escapa a nuestro control. Un golpe muy duro al narcisismo del hombre. Por eso tenemos todos responsabilidad en elegir lo que queremos legar, hay que ser muy cuidadoso, y un mareo no parece muy buena elección, al menos por escasamente creativo, en asunto de mareos pienso que ya está todo inventado. También a ser generoso se aprende y a ser capaz de soportar nuestra obra en los demás, nuestras palabras y nuestros sueños en los otros, el deseo de los otros. Todo un reto a la envidia humana, tan primitiva como estructural, pero que se puede redireccionar, por utilizar lenguaje de este siglo.
Por eso me atrevería a sugerir una modificación de matiz: mareo por vértigo. Sí, vértigo, la sensación de inestabilidad que acompaña al deseo abierto, en curso, el anticipo del goce fantaseado. El vértigo de la inestabilidad del suelo bajo los pies, la crisis del cambio vital inherente a la postproducción: no se es el mismo antes que después, y así debe ser, así avanza la humanidad, no boicoteemos mediocremente el progreso, nadie tiene derecho a hacerlo.
Otra cosa es que seamos capaces de disfrutar nuestros triunfos, pero a esto también se aprende.

domingo, 22 de enero de 2012

Por amor

La doctora Beatriz es muy estricta en sus recomendaciones: Aureliano, debe comer sin sal para controlar la tensión arterial, y debe hacer ejercicio físico regularmente, trate de caminar una media hora todas las tardes por la avenida, y no abuse del alcohol, que además es malo para el hígado…
       La doctora es casi tan estricta en las recomendaciones a sus pacientes como en el cuidado de su indumentaria, siempre impecablemente atractiva, ningún detalle descuidado, todo bajo su eficiente y meticuloso control, el mismo que aplica a su quehacer profesional.
             Estricta también en las visitas de seguimiento, según la evolución de las cifras de tensión arterial, según los controles domiciliarios. Visitas regularmente frecuentes.
            Pero Asunción, la mujer de Aureliano, pensaba que para estricta con el cuidado de su marido ya estaba ella: pero Aureliano, ¿no te vas a comer esas papitas arrugadas que te he preparado? No, porque la doctora Beatriz me ha dicho que coma sin sal y a esas papas les has puesto mucha. Pero Aureliano, ¡con lo que te gustan! Que no, que la doctora Beatriz me ha dicho que nada de sal. Y ahora, ¿a dónde vas, Aureliano? A caminar por la avenida, que la doctora Beatriz me ha dicho que es bueno para la tensión. ¡Pero si tú nunca has ido a caminar!
            Y además, por si fuera poco, ya no se entretenía en el bar porque la doctora Beatriz le había dicho que beber era malo para la tensión y para el hígado, con lo que ella había batallado toda la vida para que su marido no fuera tan aficionado al vino y la cerveza, porque la verdad, nunca fue de bebida blanca, ni le dio mala vida por eso, pero así y todo, ahora va la doctora esa y lo encarrila en un momentito.
-Mire, doctora, ¿sabe qué le digo? –le espetó Asunción con las manos en jarra a la puerta de la consulta sin previo aviso- Que me cambio de cupo, con Don Antonio, y me llevo a mi marido, desde luego, a ver qué se habrá creído usted con ese citar para ver a mi marido a cada rato, y él, que no la quita de la boca: que si la doctora Beatriz me ha dicho esto, que si la doctora Beatriz me ha dicho lo otro… Ni hablar, Don Antonio es un hombre serio, de los de antes, sin esas ideas modernas que usted se ha empeñado en meterle en la cabeza a mi Aureliano.
Y el pobre Aureliano que se pierde quizá la única oportunidad que tendría en la vida de controlarse la tensión de puro enamoramiento místico con su doctora.